Cuando nuestros hijos están aprendiendo a caminar, solemos ser los adultos —padres, madres, abuelas, abuelos, etcétera— los que los llevamos de paseo. Pero, ¿qué pasaría si, de vez en cuando, en lugar de liderar el paseo los mayores nos dejáramos llevar por estos aprendices de caminante?
Te lo diré: pasaríamos un rato fantástico con ellos. Lo sé porque mi hijo Aimar me llevó de paseo una tarde tranquila de esta semana y, créeme, fue una experiencia que disfruté muchísimo.
Aimar dio sus primeros pasos solito hace unos tres meses y le encanta caminar. Tanto es así que cuando vamos al parque enseguida se dirige a la puerta, la abre y sale. Él prefiere explorar lo que hay más allá del cercado del parque.
Por desgracia para él, su madre y yo solemos tener otros planes: Es que ahora tenemos que ir a la frutería. Cariño, ahora no podemos parar, que vamos al cole a buscar a tu hermana. Mañana venimos, que nos van a cerrar el súper.
El ritmo que nos impone la vida moderna no respeta en absoluto el ritmo natural de los niños. Probrecillos ellos. Y pobrecillos nosotros.
Pero, como iba contando, esta semana Aimar me sacó a pasear a su ritmo. Fue un paseo sin rumbo. Un paseo porque sí. Un gustazo de paseo.
Ahora, sentado ante el teclado de mi ordenador, viajo atrás en el tiempo montado en mi memoria y se me dibuja en la cara una sonrisa de oreja a oreja. Sonrisa de enamorado.
Aimar me lleva de la mano. Va a donde quiere. Unos pasitos hacia allá. Luego para el otro lado. Ahora cambia de dirección. Se da la vuelta y deshacemos nuestros últimos pasos. Gira 135º y continuamos la marcha…
Yo lo sigo obediente. Ahora manda él.
Y mientras paseamos veo cómo otros padres y madres con sus respectivos churumbeles nos adelantan. Llevan prisa, la misma que yo suelo llevar tantas veces; pero no hoy.
¡Madre mía con qué ímpetu empuja esa madre el cochecito de su hija! Viéndola se me ocurre que la principal función de los cochecitos para bebés no es ahorrarnos el cargar con ellos en brazos, sino permitirnos correr tanto como quienes no tienen hijos pequeños.
Camino junto a Aimar al ritmo de sus pasos, cortos pero rápidos. Se detiene y se agarra a la valla de un parque. Lo mira tras los barrotes, pero parece que no le interesa. No, no entramos. Ya lo hemos dejado atrás.
Se detiene y baja la mirada. Suelta mi mano, se agacha y recoge una hoja del suelo. La estudia con interés de botánico, primero por un lado y luego por el otro. La agita frente a mi cara —yo también me he agachado para analizar su descubrimiento—, suelta una carcajada llena de vida y devuelve la hoja al suelo. ¡Adiós, hoja!
Me vuelve a dar la mano y reemprendemos la marcha. Seguimos deambulando. Libres. Sin destino. Paramos aquí y allá. Retomamos el camino sin ningún lugar al que llegar.
Hemos escapado a la tiranía del futuro. Hemos paseado inmersos en un presente eterno. Hemos sido libres.
Al menos durante un rato.
Gracias, Aimar. Quiero que me vuelvas a llevar de paseo.
Y a ti que has leído este artículo hasta el final, te quiero recomendar un libro que te hará reflexionar sobre el ritmo frenético al que solemos someter a nuestros hijos. Se trata de Bajo presión: cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente de Carl Honoré.
Créditos de la fotografía: StockSnap – CC0 Creative Commons