Este mes mi mujer, mi hija y yo nos vimos obligados a mudarnos de piso. Por si te pica la curiosidad, te contaré que nos fuimos del piso porque había una plaga de cucarachas en el edificio donde vivíamos y el administrador de la finca se limitaba a ignorar el problema (parece que solo estaba para cobrar el alquiler, no más). Así que decidimos ahuecar el ala.
Pero, volvamos a la mudanza, ya que así es como conocí a Osvaldo, el mudancero que me inspiró para escribir este artículo.
Osvaldo es ecuatoriano, tiene 38 años y lleva 18 en Barcelona. Nació y creció en las montañas de la región de Manabí en el seno de una familia de 16 hermanos –sí, 16, no es ninguna errata–.
Osvaldo llevaba una buena vida en el Ecuador. Según me contó, trabajaba para una cooperativa y ganaba buen dinero. Pero un buen día lo dejó todo y se vino a España por amor. Lo acompañaba la que sería su mujer y madre de sus hijos.
Desde entonces la vida de Osvaldo ha cambiado mucho. Tuvo dos hijos y, al tiempo, su mujer y él se separaron. Aún tienen buena relación y, por lo que me contaba, estoy seguro de que la echa mucho de menos. Su hijo mayor, de once años, estudia en una escuela militar en Ecuador y el pequeño, de seis, vive con él aquí en la provincia de Barcelona.
Osvaldo quiere a sus hijos con locura -me lo repitió muchas veces- y trabaja como un burro para que no les falte de nada. Hace ya más de un año que está de mudancero, pero antes pasó por las cocinas de varios restaurantes (asegura que hace una paella deliciosa) y por la construcción.
Me contaba que la víspera había hecho tres mudanzas y que, tras la nuestra, tenía otra más. Al día siguiente, domingo, solo tenía una. «Hay que descansar un poquito», me decía.
Repetía una y otra vez que ahora que es joven tiene que trabajar todo lo que pueda. Decía que él no estudió y que no podrá hacer mudanzas para siempre. Para animarlo le dije cuánto gano al mes en la oficina y no se lo creyó: «¡eso lo gano yo en tres fines de semana!», me decía.
Pero no solo hablamos de trabajo. También hablamos de la familia, de vivir lejos de nuestros padres y hermanos —él mucho más que yo— y de cómo cambia la vida con la paternidad. Él me hablaba de sus chicos y yo le hablaba de mi niña, y los dos hablábamos de lo mismo: de ese amor hacia los hijos que uno no puede imaginarse hasta que los tiene.
Osvaldo me contaba que sus hermanos ya están viejitos y arrugados —él es más joven de los 16— y que hace mucho que no los ve. El pasaje a Ecuador para él y su hijo cuesta más de 2000$ y solo vuelve a Manabí cada seis o siete años.
Echa de menos Ecuador, pero reconoce que aquí vive más tranquilo. Me impresionó mucho cuando me dijo: «Yo aquí puedo ir tranquilo por la calle con mis zapatillas de marca y mis alhajas; en mi país te matan por unas zapatillas; ¡y por menos!».
Todo esto me lo contó mientras esperábamos la llegada de la plataforma elevadora, momento en el que retomó el trabajo con eficacia y alegría.
Cuando terminamos, nos dimos la mano y nos deseamos suerte. Él se fue y yo me quedé allí, entre cajas y trastos, rememorando pasajes de la conversación que acabábamos de tener.
Fue una conversación sencilla pero profunda entre dos desconocidos, una conversación que me sacó de mi pequeña burbuja y me abrió una ventana a la vida de otro hombre con el que comparto mucho más de lo que hubiera pensado en un primer momento.
En ocasiones la vida nos pone en contacto con personas de orígenes y contextos muy distintos a los nuestros y, si nos abrimos, podemos darnos cuenta de que es más lo que nos une que lo que nos separa.
Imagen: «Ruta del sol – Ecuador» por Rinaldo Wurglitsch (CC)