Fotografía del libro Comer con cabeza. Cómo alimentarse de manera sana, sostenible y respetando el bienestar animal publicado por Errata Naturae colocado sobre un plato

Comer con cabeza, el libro por el que dejé de comer carne

Nunca imaginé que fuera a dejar de comer carne motivado por la lectura de un libro, pero eso es precisamente lo que ha sucedido. El libro en cuestión se titula Comer con cabeza. Cómo alimentarse de manera sana, sostenible y respetando el bienestar animal. Su autora es Élise Desaulniers, una prestigiosa periodista de investigación canadiense, y está editado por mi querida Errata Naturae.

Si eres una de esas personas que está pensando en dejar de comer carne porque no quiere que haya animales sufriendo para llenar su plato y sabe que la producción industrial de ganado tiene efectos devastadores en el medioambiente, te recomiendo que te leas este libro. Puede que te dé el empujón que necesitas para ajustar tus opciones alimentarias a tus valores éticos. A mí me ha ayudado mucho, gracias a la lectura de este libro, ahora soy más coherente con mis valores.

A continuación encontrarás un resumen de las ideas principales de cada capítulo ilustrado con abundantes extractos del libro y una breve nota final sobre mi decisión de dejar de comer carne. Sigue leyendo y verás por qué merece la pena leer este libro.

Repaso capítulo por capítulo

1. Comer con cabeza. Las decisiones alimentarias como decisiones éticas

Al comienzo del primer capítulo del libro, Desaulniers nos mete de lleno en las implicaciones éticas de nuestros hábitos alimentarios; y lo hace con un estilo contundente que me encanta:

Hoy cuando nos preguntan qué es comer bien, respondemos de corrido: «Una alimentación variada, rica en frutas y verduras». Otros añadirían: «El placer de degustar platos con sabores cuidadosamente combinados». Sin embargo, elegir alimentos porque son buenos para la salud o porque nos proporcionan placer solo nos concierne a nosotros. Si me alimentara de perritos calientes, sabría que estoy aumentando ligeramente el riesgo de padecer una enfermedad cardíaca y lo haría con conocimiento de causa, pero no sería incumbencia de nadie más. Por contra, si el kétchup de mi perrito estuviera fabricado a partir de sangre de niños torturados, la cosa cambiaría. ¡Es evidente que habría un problema moral! Así pues, la ética comienza allí donde mis actos tienen repercusiones en la vida de los demás.

En nuestro mundo globalizado, lo que ponemos en nuestros platos tiene consecuencias directas e indirectas para otras personas, para el medioambiente y para los animales. El café que te tomas cada mañana puede venir de una plantación de comercio justo o de una en donde los agricultores son casi esclavos. Esa crema de cacao que tanto te gusta —sí, ya sabes a cuál me refiero— lleva aceite de palma, un cultivo asociado a la deforestación. Y los huevos de la tortilla del bar de la esquina los pusieron gallinas que malvivieron sus vidas en una jaula con una superficie menor que un folio de papel, iluminadas por luz artificial las veinticuatro horas del día. Por no hablar del consumo salvaje de agua que hace falta para producir una hamburguesa ni de las emisiones de CO2 y metano producidas por la ganadería industrial.

2. Visita a la granja. Los costes ocultos de la carne barata

El objetivo principal de la ganadería industrial es obtener el máximo beneficio económico y este no es compatible con el bienestar de los animales. Punto. Criar animales en condiciones dignas es demasiado caro si lo que queremos son pollos a 4€ el kilo. Para conseguir este precio deberás hacinar montones de pollos en jaulas minúsculas y alimentarlos con el pienso más barato.

Pero lo peor es que ese pollo barato, en realidad, nos sale muy caro. Es cierto que podemos comprar carne muy barata en cualquier supermercado, pero, ¿cuál es el coste real de esa carne?

¿Cuánto cuesta realmente una hamburguesa de cuatro dólares? Esta es la sorprendente pregunta que se plantea Raj Patel en su libro Cuando nada vale nada. Cuatro dólares es lo que paga quien compra la hamburguesa. Pero ¿cuánto le cuesta a la sociedad, teniendo en cuenta el precio que la producción de esta hamburguesa supone para el medioambiente y la salud? ¿A cuánto ascienden lo que los economistas denominan las «externalidades negativas?» Esos costes, a menudo invisibles, corresponden, por ejemplo, a la depuración de un río contaminado por la industria agroalimentaria o a las inversiones en salud necesarias para curar las enfermedades derivadas de dicha contaminación. Si consideramos estos costes, Raj Patel estima que el precio de la hamburguesa rozaría los doscientos dólares.

¿Quieres chorizo barato para la merienda de los peques? Pues asume que se producirá a partir de la carne de cerdos que vivirán en cubículos tan pequeños que no podrán ni darse la vuelta; acepta que es muy probable que el purín producido por los cochinos de la granja acabe contaminando el agua del subsuelo; y que puede que la superbacteria que te mate en 2050 esté relacionada con el modelo de ganadería que produjo el chorizo de esas meriendas.

Como consumidores, debemos ser conscientes de lo que implica comer carne barata:

Imaginemos que, en el momento de elegir nuestro corte de carne en la tienda, estamos expuestos a imágenes de pollos con el pico despuntado, de cerdas encerradas en jaulas de gestación, de lechones esterilizados en frío, de pollos congelados durante su transporte o de cerdos descuartizados vivos. Imaginemos que tenemos que bañarnos en un río contaminado por un vertido de purines o sufrir una infección de salmonelosis a cambio de carne barata. Imaginemos que nos piden elegir entre hincarle el diente a un bistec jugoso o alimentar a seis personas. La mayoría de nosotros optaría por otras fuentes de proteínas.

Una vez conocemos el coste real de la carne barata, nos vemos obligados a hacernos una pregunta incómoda: ¿qué es más importante, mis valores o lo mucho que me gusta la lasagna de carne?

(…) Sin embargo, no encontramos justificación alguna para el mantenimiento del sistema actual a partir del momento en que comprendemos que nuestro consumo de carne contribuye al sufrimiento de miles de animales, a la deforestación, al calentamiento global, a la contaminación, al agotamiento de las reservas de petróleo y a los problemas de salud y hambre en el mundo. La carne barata nos sale demasiado cara.

Estamos casi todos de acuerdo en que se debería tratar con respeto a los animales, en que tenemos la responsabilidad de preservar el medioambiente y en que debemos dar muestra de solidaridad humana. Pero cuando comemos carne, huevos o productos lácteos procedentes de la ganadería industrial, actuamos como si el placer gustativo primara sobre nuestros valores.

Pero no seamos pesimistas, que hoy el sistema funcione así, no significa que no pueda cambiar:

Al querer consumir la mayor cantidad posible de carne al menor precio, giramos la manivela de este engranaje que nos arrastra. Sin embargo, sería fácil cambiar las cosas. Solo bastaría con elegir con cabeza lo que ponemos en nuestros platos y modificar nuestra relación con la agricultura y la ganadería. Cuanto más nos interesemos por el modo en que se crían los animales que nos comemos, más preguntas nos plantearemos, más transparente se volverá la industria y más se transformará. ¿Por qué no exigir que nuestros alimentos reflejen mejor nuestros valores? ¿Por qué no exigir el sistema que nos merecemos?

3. ¿El pescado es especial? La industria en el agua: sobrepesca y acuicultura

Si sueles leer los periódicos, ya sabes que la sobrepesca está acabando con ciertas especies de peces, como el atún rojo, por ejemplo. Algo habrás leído sobre cómo las redes de arrastre arrasan los fondos marinos. Y sabrás que gran parte de los peces que se pescan se devuelven al mar —muertos— porque pertenecen a especies que no solemos comer.

En este capítulo de Comer con cabeza, encontrarás información sobre todo eso, pero también sobre otro tema que yo desconocía completamente: la contaminación que producen las piscifactorias. Fíjate en esto que nos cuenta Desaulniers:

Tres salmones producen la misma cantidad de residuos que un ser humano. Es decir, un criadero de doscientos mil salmones vierte al medioambiente tanta materia fecal como una ciudad de sesenta mil habitantes. Además, los residuos no tratados contienen a menudo antibióticos y pesticidas que van directamente al mar. Estos residuos, sumados al excedente de alimento que no han consumido los peces, causan una importante concentración de nitrógeno alrededor de los criaderos. Eso favorece el crecimiento de algas que absorben el oxígeno y que, por tanto, se lo quitan a otros peces.

Ya sabía por experiencia que una granja de cerdos apesta el aire en varios kilómetros a la redonda y había leído que genera purines que contaminaban el suelo y el agua subterránea. Pero no tenía ni idea de lo contaminante que puede ser la acuicultura.

Querido salmón ahumado, me encanta tu sabor. Pero sabiendo que ponerte en mi plato genera tanta contaminación, ya no quiero saber nada de ti.

4. ¿A la gallinita le ha dolido? El sufrimiento animal explicado a Maé

En este capítulo, la autora desarrolla una interesante argumentación sobre el sufrimiento animal. Para ello, se basa en estudios científicos para responder a preguntas como:

  • ¿Los animales sienten dolor?
  • ¿Sufren los animales?
  • ¿Todos los animales sufren por igual?

Resumiendo mucho el capítulo: sí, la mayoría de los animales sienten dolor y sufrimiento (no, no son lo mismo).

Así pues, los animales son capaces de manipular representaciones mentales, de adaptar sus acciones al contexto y de reflexionar estratégicamente. Los científicos ven en todo esto indicios suficientes para creer que poseen una forma de consciencia. Y si hay consciencia, hay conciencia del dolor y, por tanto, capacidad de sufrir.

Y un dato curioso: los estudios científicos parecen indicar que los moluscos de concha como los mejillones o las almejas no son capaces de sufrir. Así que yo sigo comiéndolos de vez en cuando sin remordimientos…

5. Una cena en casa de Sarah Palin. ¿Diez buenos motivos para comer carne?

Este es uno de mis capítulos favoritos del libro. Representa una una conversación ficticia en una cena imaginaria en la que la autora y su novio cenan en casa de Sarah Palin. Durante la cena, Palin plantea diez argumentos a favor de comer carne que Desaulniers desmonta con buen juicio filosófico. Te diré cuáles son esos diez argumentos, pero si quieres conocer las réplicas de la autora, tendrás que leer el libro:

  1. Es la voluntad de dios.
  2. Es una cuestión de elección personal.
  3. Está en nuestra naturaleza.
  4. Está en nuestra cultura.
  5. Los vegetarianos son unos hipsters.
  6. Los animales no dudarían en comernos.
  7. Los animales no son seres racionales.
  8. ¡La carne está rica!
  9. Los animales cazados (casi) no sufren.
  10. Dejar de comer carne supondría el fin de las especies domésticas.

Lo que si te revelaré es el párrafo con el que termina el capítulo:

Al principio de nuestra transición al vegetarianismo, Martin acostumbraba a decir que él era «practicante no creyente». Seguía de buen grado la misma dieta que yo, aunque albergaba un pequeño malestar filosófico sobre los fundamentos morales de la cuestión. Pero Martin no hace las cosas como todo el mundo: le gusta escuchar France Culture y acabó haciendo un doctorado en Psicología moral. Sin embargo, para la mayoría de nosotros, cuando hablamos de ética animal, lo más difícil no es hacerse creyente, sino practicante. Eso es lo que hemos querido ilustrar con la historia de Sarah Palin. Cualquiera que admita que los diez argumentos presentados en este capítulo no se sostienen, debería creer que tiene buenas razones morales para hacerse vegetariano. La siguiente fase —la más delicada e importante— consiste en adecuar sus prácticas a sus creencias.

6. ¿El hambre justifica los medios? Abonos, pesticidas, OGM y otros «amigos» del campo

El título de este capítulo es tan claro, que con unos párrafos de la autora te quedará bien claro de qué trata y cuál es su perspectiva:

Como hemos visto, las prácticas modernas han permitido aumentar de un modo espectacular la productividad de las tierras agrícolas y salvar millones de vidas basándose en los fertilizantes, los pesticidas y la manipulación genética. Pero estas prácticas contribuyen —también de forma espectacular— a la contaminación del agua, del aire y del suelo. Además, suponen una amenaza para la biodiversidad y para nuestra salud, y pueden favorecer los monopolios propietarios de seres vivos.

Esta última frase hace referencia a Monsanto, Bayer y otras multinacionales propietarias de las semillas modificadas genéticamente.

¿Hay que elegir entre el medioambiente y las bocas que alimentar? ¿Entre lo ecológico y lo químico? ¿Y si la solución se encontrará en un nuevo modelo integrado?

Eso es exactamente lo que defiende Desaulniers:

Sirve de poco oponer la agricultura ecológica a la convencional. Sin duda sería mejor considerarlas prácticas complementarias y conciliables desde una perspectiva pragmática. Allí donde el clima lo requiere, los abonos químicos podrían coexistir con los medios mecánicos para eliminar los parásitos. En otros lugares, se podrían combinar los abonos verdes y los pesticidas.

7. Platos para entrar en calor. Las consecuencias medioambientales de la alimentación

Este es otro de los platos fuertes del libro. ¿Quieres más argumentos para dejar de comer carne?

De un modo u otro, entre un 20 y un 30% de las emisiones de gas de efecto invernadero están relacionadas con nuestro plato. Y, al igual que estamos empezando a preocuparnos por las consecuencias medioambientales de los coches, va siendo hora de que pensemos en las de nuestras elecciones alimentarias.

¿Y cuáles son los alimentos con mayor huella energética? La carne y el queso, de hecho: «…el presidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), Rajendra Pachauri, piensa que la reducción del consumo de carne y de productos lácteos es la mejor opción para actuar de forma inmediata contra el cambio climático».

8. ¡Termínate el plato! El desperdicio de comida

Ya hemos visto que producir alimentos tiene una huella ambiental que varía según el tipo de alimento y producción. Pero, ¿sabes qué es lo más triste? Que gran parte de esa huella es en vano, ya que muchos de los alimentos que se producen nunca llegan a ser consumidos: acaban en el contenedor. Las cifras son escandalosas. Por ejemplo, en Canadá, según nos cuenta la autora, se desperdicia la mitad de los alimentos producidos. Es muy fuerte, ¿verdad?

El desperdicio alimentario tiene muchos causantes:

  • fechas de consumo preferente que nos hacen tirar la comida cuando aún puede consumirse
  • distribuidores —y consumidores— que solo quieren las frutas más bonitas y sin imperfecciones
  • los desperdicios domésticos porque compramos demasiado, planificamos mal o se nos olvidó el brócoli en el fondo del cajón de la nevera
  • los desperdicios de restaurantes, comedores de escuelas, hospitales, etc.

Las consecuencias ecológicas de tanto derroche son asombrosas. Tristram Stuart estima que el 10% de las emisiones de GEI de los países industrializados son imputables a la producción de alimentos que no llegan a ser consumidos. La descomposición de los alimentos arrojados a los vertederos entraña también una importante emisión de metano, uno de los principales gases de efecto invernadero. Pero eso no es todo. El agua utilizada para producir la comida que no es consumida sería suficiente para atender las necesidades de nueve mil millones de personas. Y si plantáramos árboles en los terrenos utilizados para cultivar alimentos que se van a tirar, los GEI de origen humano quedarían teóricamente anulados. Compostar las manzanas podridas está muy bien, pero eso no compensa toda la energía perdida en el camino que hay desde el manzano a la nevera.

Es descorazonador, lo sé, pero hay varias cosas que puedes hacer para reducir el desperdicio alimentario en casa. Esto es lo que propone la autora:

  1. Planificar lo que vamos a comer y comprar según esa lista.
  2. Mantener la nevera en orden para no olvidarnos de lo que hay dentro y aprovecharlo antes de que sea demasiado tarde.
  3. Comprar con más frecuencia en menor cantidad.
  4. Comprarle directamente al productor.
  5. Elegir bien los alimentos que ponemos en nuestra cesta.
  6. Conservar los alimentos en condiciones adecuadas para que duren más.
  7. Congelar los alimentos que ya hemos comprado y que de otro modo se estropearían.
  8. Servirnos raciones más pequeñas para no acabar tirando parte del plato.
  9. Leer las etiquetas y usar el sentido común para decidir si la fecha de consumo preferente es razón para tirar un alimento o no.
  10. Utilizar los restos para preparar caldos, croquetas, picatostes…
  11. Compostar los residuos orgánicos.

9. La ética de las etiquetas. Saludable, vegetariano, ecológico, comercio justo y local

En este penúltimo capítulo, la autora repasa estas cuatro etiquetas que encontramos en el título y que frecuentemente aparecen en los alimentos que compramos.

Personalmente, creo que el capítulo es un poco flojo, ya que se repiten muchas de las ideas ya expresadas en el libro. Pero contiene una interesante crítica al consumo de productos locales desde el punto de vista de la equidad:

Es posible que comprarle a un granjero de un país en vías de desarrollo conlleve unas consecuencias mejores que comprarle a uno de aquí. Incluso aunque a los campesinos africanos o sudamericanos solo les llegue un minúsculo porcentaje de nuestro dinero, esa pequeña cantidad puede suponer la diferencia entre vivir y sobrevivir. «Mantener el dinero dentro de la propia comunidad» no tiene por qué ser ético, ¡depende de la comunidad! Como subraya Peter Singer, adoptar el principio de la compra local puede implicar cierto egoísmo. No hay nada malo en relacionarse con los productores locales y apoyarlos, pero nuestra compasión no debe detenerse a doscientos cincuenta kilómetros del lugar donde estamos.

¿Qué te parece? A mí me da que pensar.

En este capítulo también encontrarás una pequeña guía sobre la dieta vegetariana desde un punto de vista nutricional y las carencias que puede generar. Básicamente, la única carencia en una dieta vegetariana bien planificada es la vitamina B12 (que se debe tomar en forma de suplemento).

10. Comer con la boca. Confesiones de una exomnivora

En este último capítulo la autora nos habla más de su experiencia personal en su transición al vegetarianismo. Nos cuenta que para ella fue más fácil de lo esperado cambiar sus hábitos para adecuar sus opciones alimentarias a sus valores.

Su mensaje me parece muy motivador para esas personas que son conscientes de que lo que comen tiene unas consecuencias éticas que no encajan con su valores, pero que aún así permiten que el placer gustativo o la dejadez primen sobre sus valores éticos:

No seré yo quien los juzgue. Después de todo, no hace tanto tiempo que me encontraba haciendo cola con un pollo asado y un pescado en oferta en el carro. A menudo se nos olvida, pero todos los vegetarianos son antiguos omnívoros, o casi todos. Yo solo he tenido la oportunidad, en un momento de mi vida, de estar disponible para adecuar mis costumbres a mis valores. Algunos quizá vean en ello una gran muestra de coraje, pero la verdad es que dejar de comer carne ha sido mucho más fácil de lo que había imaginado. (…) He ido a mi ritmo, dejando primero la carne y luego el pescado, antes de abandonar los huevos y los lácteos. Como no soy perfecta, a veces tomo queso o mantequilla cuando voy a un restaurante. Pero, al contrario de lo que podría creerse, mi vida culinaria no se ha visto empobrecida. sino que he descubierto un montón de sabores nuevos.

Ahora yo tampoco como carne

Poco después de comenzar a leer Comer con cabeza comencé a pensar seriamente en dejar de comer carne y para cuando lo terminé ya hacía unas semanas que no la probaba. Y ahora, repasando el libro para escribir este artículo, me reafirmo en mi propósito. Como dice la autora:

En definitiva, comer con cabeza es comprender que nuestras decisiones alimentarias nunca carecen de consecuencias. Todo puede resumirse en una sola pregunta: ¿queremos que esas consecuencias sean negativas o positivas?

Si algo tan sencillo como dejar de comer carne —créeme, es muy fácil una vez lo decides— sirve para reducir seriamente mi huella ambiental y no contribuir al sufrimiento animal, yo lo tengo claro: carne, ya no eres bienvenida en mi plato.

Y tú, ¿te atreves a planteártelo?


Si te interesa, aquí puedes comprar tu ejemplar de Comer con cabeza. También te dejo la ficha del libro por si prefieres encargárselo a tu librero o buscarlo en la biblioteca del barrio:

Desaulniers, Élise. 2016. Comer con cabeza. Cómo alimentarse de manera sana, sostenible y respetando el bienestar animal. Madrid: Errata Naturae. ISBN: 978-84-16544-20-2.

Créditos de la imagen: la fotografía que ilustra este artículo es mía y los derechos de la cubierta del libro corresponden a la editorial Errata Naturae.

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